AQUEL BESO
Se están besando. Sus labios desprenden un calor incesante en los albores del mes de Febrero. El invierno puede apagar la luz del sol tras las nubes y el manto blanco de la nieve poblando esquinas de calles desiertas. Pero no la pasión de cada una de sus caricias, y el ímpetu con el que se convierten en un instante irrepetible de polvo enamorado entre todos los que alberga el planeta, porque, tal vez, cuando se toca el cielo con los dedos, todos los días son de verano.
En la cama, se dibujan promesas en las siluetas de esas arrugas de después de amarse, y se adivinan próximas travesías por una dulce lascivia, mientras sus cuerpos se enredan como las raíces de una joven flor a la que la primavera comienza a dar sus primeros arrumacos. La noche aún es joven. La tarde ensangrentada acaba de declinar, y la luna empieza a merodear por algún punto del universo. Y amanece, quizás, tras la ventana de esa casa. En los ojos de quienes se miran la belleza con los ojos del corazón. En las pupilas titilantes del mundo de quienes ya olvidaron las agujas de los relojes, durante un pequeño gran instante, sale siempre el sol, aunque ya se haya gastado el mediodía como las huellas de una playa tras los vaivenes de la espuma.
Alberto y Carla se abarcan con los brazos. Se dan la mano, y exploran sus cuerpos con los dedos en busca de algún rincón que todavía desconozcan. Algún tacto de melocotón, el aroma transparente de una lluvia salada de sudor, que baja hasta los pies, como un diluvio inagotable de lujuria en el que navegan a gusto todos sus sentidos. El sabor exquisito de las lenguas que pasean por el paladar la atracción consumada. Los descubren en cada vuelta, y cada remolino de lujuria, mientras en las sábanas de la cama van quedando restos arrugados de sus aventuras por el amor. Y piensan que ojalá no se les vaya ese tren. Que nunca llegue la hora de partir, y que no quede un gusto a adioses y raíles oxidados tras las carantoñas, y los gestos cómplices. Tendrán más noches como esa.
Eso cree Alberto, ahora que aún le dura el cansancio, y bajo los párpados pesados como yunques, se adivina cómo era Carla antes de aquel fatídico accidente de coche que segó algo más que una vida. Con el recuerdo de su existencia, y su muerte, y esas caricias que aún le regalan temblores en la piel y escarpias, yace ahora Alberto en una cama poblada de pasado y aflicción. Al cabo de unas horas, la noche ya no es joven. La extenuación se le acaba. Toca despertarse. Y aún un pequeño resto del pintalabios que usaba Carla lo recibe. Se tuvo que ir. Inevitable fue el choque. Aún se están besando...
En la cama, se dibujan promesas en las siluetas de esas arrugas de después de amarse, y se adivinan próximas travesías por una dulce lascivia, mientras sus cuerpos se enredan como las raíces de una joven flor a la que la primavera comienza a dar sus primeros arrumacos. La noche aún es joven. La tarde ensangrentada acaba de declinar, y la luna empieza a merodear por algún punto del universo. Y amanece, quizás, tras la ventana de esa casa. En los ojos de quienes se miran la belleza con los ojos del corazón. En las pupilas titilantes del mundo de quienes ya olvidaron las agujas de los relojes, durante un pequeño gran instante, sale siempre el sol, aunque ya se haya gastado el mediodía como las huellas de una playa tras los vaivenes de la espuma.
Alberto y Carla se abarcan con los brazos. Se dan la mano, y exploran sus cuerpos con los dedos en busca de algún rincón que todavía desconozcan. Algún tacto de melocotón, el aroma transparente de una lluvia salada de sudor, que baja hasta los pies, como un diluvio inagotable de lujuria en el que navegan a gusto todos sus sentidos. El sabor exquisito de las lenguas que pasean por el paladar la atracción consumada. Los descubren en cada vuelta, y cada remolino de lujuria, mientras en las sábanas de la cama van quedando restos arrugados de sus aventuras por el amor. Y piensan que ojalá no se les vaya ese tren. Que nunca llegue la hora de partir, y que no quede un gusto a adioses y raíles oxidados tras las carantoñas, y los gestos cómplices. Tendrán más noches como esa.
Eso cree Alberto, ahora que aún le dura el cansancio, y bajo los párpados pesados como yunques, se adivina cómo era Carla antes de aquel fatídico accidente de coche que segó algo más que una vida. Con el recuerdo de su existencia, y su muerte, y esas caricias que aún le regalan temblores en la piel y escarpias, yace ahora Alberto en una cama poblada de pasado y aflicción. Al cabo de unas horas, la noche ya no es joven. La extenuación se le acaba. Toca despertarse. Y aún un pequeño resto del pintalabios que usaba Carla lo recibe. Se tuvo que ir. Inevitable fue el choque. Aún se están besando...