ERAN OTROS TIEMPOS
Eran otros tiempos.
La ciudad no se oscurecía
tanto al caer la tarde.
Los ojos no se cansaban
de mirar para otro lado,
como a los sueños.
Despertarse era saludar
amablemente a los gallos
sin pensar en cuánto podían pesar
las mañanas de las prisas,
y los bares impregnados de café,
y barullo, y bullicio mundanal.
Los números romanos
en la escuela se sumaban
como las amapolas
en la primavera a las raíces
de la tierra.
En la piel un temblor dulce
respondía al miedo
a los fantasmas.
Sobre los puentes las estrellas
atravesaban un cielo de asfalto
y luz pavimentada.
El único deber de todos
era sonreír.
Salir de la crisis del 93
era menester
de preocupados mayores.
Y en el país de los Playmobil
se viajaba lejos,
como a un mar de distancia.
En el agua nunca se hundían
los raíles sin oxidar
de la inocencia.
Ya lo he dicho:
eran otros tiempos
en los que el tiempo
no costaba tantas arrugas,
y el único peaje a la fantasía
era el cansancio bien educado.
Y ahora tengo ya veintiséis años.
La ciudad se vuelve más oscura
al caer la tarde,
cuando la avenida se puebla
de lámparas agitadas
y soledades de huellas.
A dieciocho años estoy
de aquella felicidad.