De viaje en las palabras
Hace algún tiempo, cuando aún era un niño pequeño cuyos ojos eran capaces de disfrazar las barreras de papeles fáciles de cortar, y hacer como si todo girara en torno a un columpio en que siempre me podía refugiar de cuanto sucedía a mi alrededor, creía que sabía lo que significaba cuanto leía. Ese vaivén enajenaba. Me hacía estar borracho de inocencia. Entonces, creía conocer. Creía que sabía, porque había buscado muchos vocablos, en mi infancia, en un diccionario sin apenas darme cuenta de que no todo se acaba en un trazo de tinta cuyas rectas y curvas podían formar letras, y poemas, y libros, y millones de mensajes.
Me equivocaba. Y mucho. Me equivocaba al pensar que en las palabras no había más palabras, así como dentro de un mundo también existen otros millones de mundos ocultos que soy, en ocasiones, incapaz de percibir por mis obvias limitaciones humanas (las hormigas no son siempre tan pequeñas como su tamaño nos hace pensar). Me equivocaba. Hacía que toda la magia que estaba por refulgir detrás de aquellos simples garabatos vertidos por un bolígrafo cuyas horas las contaba un tubo a punto de derretirse, se perdiera como una hoja seca en el abrazo de una brisa matutina. Porque no era capaz, entonces, de mirar más allá de lo que leía. No era capaz de concebir una avenida de ideas, un arroyo de ideas cuyas corrientes podían ir a dar a las orillas de mis pupilas.
Veía, pero estaba ciego. Oía, pero estaba sordo. Entonces no había tocado a mi puerta la poesía, esa palabra misteriosa repleta de belleza sin apariencia alguna de perfección y sin ínfulas de modelo en la pasarela de las divagaciones. Vino la poesía a enseñarme lo que hasta ahora sólo había visto: un mar de susurros que gritaba, desde el fondo de aquellos panfletos y trozos de papel que creía comprender, pidiendo auxilio, pidiendo que alguien, al fin, lo rescatara y lo volviera agua en la fuente. Y palabra, en la palabra, y ojos en un sueño que estaba por despertar: la vida misma en el verso.
Ya, desde entonces, puedo contar cinco años. Cinco años de paseos por los silbidos que el aire, en apariencia vacuo, me inspira. Cinco años de sonrisas de papel, y mariposas en arrullo dentro de un túnel de dudas que aún intento aclarar. Así comenzó el poema. Y hasta ahora así sigo de viaje en las palabras.