Canarias en la Huerta
Albores del mes de marzo. El sol calienta tanto que raja las piedras. Se acerca el momento de ver a mi entrevistada, Denia Artiles, una chica canaria como yo. Y siento que, tal vez, en los tiempos en los que aún no estaba prohibido soñar con aviones de papel, aún resuena en su mente el dulce bramido de las olas fusionándose, en su baile de espuma atlántica, con la arena de la Playa del Canteras mientras pasea por sus recuerdos. Vuelven a amanecer en sus ojos aquellos días en los que “animaba al Perico”, el bote de Vela Latina, cuyo nombre se debía a un periquito de decoración que lleva en la proa. Su padre competía con él en las tradicionales regatas isleñas entre las que discurría su más tierna infancia. Se paseaba por el Muelle Deportivo, “charlaba con los viejetes”, y sentía, al subir al bote, cómo “se meneaba tanto que da miedo, y me explicaban cómo se tenía que mover el timón y los sacos de arena para nivelar el bote”.
Me ve a lo lejos. Extiende sus brazos para darme a entender que es ella. Lleva un vestido al más puro estilo hippy. Su tez morena y adusta denotan que el sol de su tierra, las Islas Canarias, la ha bronceado como los granos de millo que se tuestan y muelen luego en el molino para producir el gofio: “Acabo de llegar de un viaje a Canarias de dos semanas”. Cruzo el paso de peatones blanquirrojo que separa la acera entre el Comedor Universitario y la facultad de Educación para ir hasta su encuentro. Su sonrisa y el fulgor alegre y titilante de sus ojos azabaches me reciben. Terminamos de atravesar la calzada, y Denia Artiles, estudiante canaria de Pedagogía en la UM, me propone que vayamos a tomar un café entre cuyas burbujas, grumos y dulces humos comenzamos a entablar una amena conversación con la que la voy conociendo un poco más. Hay demasiado ruido. El entorno no me parece apropiado para desarrollar el trabajo. Nos vamos a un lugar en el que no hay tanta algarabía, a la sombra del techo de la Facultad de Trabajo Social, para comenzar la entrevista.
Lleva ya siete años residiendo con su familia en Murcia. Parece un poco menos perdida y desorientada, cuando transita por el Campus, que el día en el que llegó: “Al iniciar la universidad, empecé a explorar el campus y había varios sitios que me gustaron, pero entre Trabajo Social, donde estuvimos hoy, y el Aulario de Filosofía (justo enfrente de las escaleras de Trabajo Social), pues me sentaba ahí con mi 'cafelito' a aprovechar los rayitos de sol que salían, y estaba bajo unos pinos en un banco 'tranquilita', y me resultaba familiar, me sentía super a gusto (risas). Al poco me enteré que son pinos canarios”. Charlamos de todo un poco, y entre frase y frase, parece como si la nostalgia comenzara a poblar también parte de mis recuerdos, mientras relata su primera experiencia a 2000 kilómetros de mar de Gran Canaria: “ Vine cuando tenía once o doce años a visitar a un tío en Málaga. Se casó allí y tuvo su niño. Se reían mucho de mi acento, aunque ellos también tienen un acento muy gracioso. Recuerdo que me chocó el clima en verano. El calor es mucho más exagerado que en Gran Canaria”.
La escucho hablar y, aunque en cierta medida ha perdido algunas palabras canarias características como “asadero”, en detrimento de otras más españolas o murcianas como “barbacoa”, el timbre meloso y dulce de su voz me acerca un poco a los alisios, la laurisilva y los “mi niños”. Echo tanto de menos como ella ese acento tan peculiar, que caracteriza a los habitantes de una de las regiones ultraperiféricas de España: “Lo que más me falta es el acento, aparte de la calidez en el trato con la gente, dice, los murcianos no tocan tanto. Aún así, creo que son más cariñosos y cálidos que en el Norte”. Durante algunos momentos, el océano parece envolverme en su abrazo salado de agua, cuando cuenta cuán angustiada se sentía al no vislumbrar el “charco” desde cualquier parte de la Región: “Me deprimió no ver el mar al principio. Veía solo tierra por todos lados y me costó bastante no verlo, pese a que había monumentos maravillosos como la Catedral. El primer año lo llevé peor, me escapaba a la Manga, y luego iba a la parte del mar Mayor a despejarme”. El hielo de los primeros momentos se va resquebrajando como arena entre los dedos conforme avanza el diálogo, y entre risas y algunas citas jocosas, desvela cómo ha ido superando ese trauma de no ver la mancha azul del “charco” desde cualquier lugar de la isla en la que tantos años ha residido: “Echo de menos la playa para desconectar, aunque ya no tanto como antes”. Ahora busco también otras formas de esparcirme. No obstante, sigo echándolo de menos”.
El café va dejando su huella marrón en las esquinas de las tazas. Y, mientras tanto, sigue mostrándome esa afabilidad y cordialidad con la que me ha recibido al principio. Ella misma afirma que “es una persona extrovertida, alegre y, según algunos divertida, como supongo que somos la mayoría de los canarios”. Entre sorbo y sorbo, hay algún instante de pausa en el que parece reflexionar sobre todo aquello que le voy preguntando: “No me la he preparado bien”- llega a decirme. Yo mismo siento en mi interior que la entrevista se va tornando en un diálogo cada vez más informal entre dos personas que añoran la tierra en la que crecieron, jugaron y se hicieron mayores. Algunos rayos de sol parecen asomarse en uno de los lados de la terraza cubierta en la que estamos sentados, y se atisba una pequeña estrella en sus ojos, mientras cuenta cómo le ha ido la última vez que tuvo la oportunidad de pisar la tierra de sus raíces. Ansiaba paladear el sabor y el calor de las islas: “La semana pasada estuve allí, aunque ya en la última vez que fui llevaba dos años sin volver. Estaba desesperada. Siempre que puedo me doy un salto”. Nuestras emociones se van acercando cada vez más. Y no debería hacerlo, pero, algunas veces, se me escapan las ganas de reírme. No puedo evitar querer disfrutar de ese momento con ella y me olvido, a veces, de que no debo alejarme demasiado de mi rol de periodista que realiza una entrevista de perfil. Algunas veces, nos desternillamos. Y más, cuando me recuerda en una de sus respuestas algunas anécdotas parecido a lo que viví cuando una amiga me invitó a recorrer algunos rincones de la Región en septiembre del año pasado: “Me llevaron a las barracas, donde ponen longanizas todas llenas de grasa . Me invitaron a comer paparajote, y recuerdo cuán observada me sentía cuando vi que todos me miraban atentamente. Estaban esperando a que me comiera la hoja. Pero, al final, no lo hice”.
“Lo del 'zagalico' me causó extrañeza. Al principio, creía que era un animal o algo así”
El camarero se dirige a nuestra mesa. Hace ya algún tiempo que se ha disipado en el aire el vapor humeante del café. Recoge nuestras trazas, y seguimos charlando de forma amena. Algunas de sus expresiones siguen siendo tan canarias como el gofio. Aún así me confiesa que “algunas se le han pegado” y que, otras que más extrañeza le causaron fueron el “acho” y el “zagalico”: “Al principio, creía que era un animal o algo así, hasta que una compañera me dijo que era o chico o chica”. El tiempo discurre lentamente como nuestras palabras pausadas y sosegadas, al mismo tiempo que sigue respondiendo en ese tono jovial y distendido suyo a mis preguntas. Se vuelve a reír cuando dice que “algunas veces me han llegado a confundir con cubana, colombiana e, incluso, con una ecuatoriana cuando vengo algo más morena que de costumbre ¡Qué me verán a mí de ecuatoriana!”- exclama. Hay cierto atisbo de nostalgia intercalado entre sus frases cuando ya me adentro en el aspecto culinario. No le desagrada la gastronomía de Murcia en absoluto: “Sigo sin acostumbrarme a comer tanta carne como aquí, aunque se nos ha pegado lo de las longanizas. De vez en cuando, hacemos comida canaria, aunque es difícil conseguir ingredientes como el cilantro, papitas chiquitas que se puedan arrugar. Intentamos pero se pega, la comida es muy buena”.
Nos apetece viajar un rato sin movernos a algún lugar desconocido de la Península: “Me gustaría viajar a otros sitios, descubrir más lugares exóticos. Siento que conozco super poco la península. Quería hacer de todo, aunque ahora estoy más tranqui- asegura. Por ejemplo, en Canarias, el viaje de estudios era al Pirineo. La gente de la península hace viajes 'guapos' a otros sitios”.
Le pido que me transporte hacia su infancia. Ella parece dispuesta a llevarme de la mano hacia sus recuerdos también. Cuenta cómo discurrían sus años de niña en el barrio de la Isleta, donde nació y donde dio también el estirón. Aún siguen latentes en su mente algunos momentos imborrables en los que, tal vez, podía sentir el olor a marisma impregnando las baldosas de la avenida de Las Canteras: “Salía a comprar el pan en pijama, aquí no puedo que me miran chungo. Me ponía a hablar con la vecina de cualquier chorrada. Echo de menos esas tonterías, esa calidez de hablar con todo el mundo”. Y, entre todas esas, los recuerdos le van brotando como las gotas de un manantial que parece no saciar su sed de barrancos: El tema dominguero lo recuerdo mucho. Los domingos la gente se coge el “coyito”(pronunciación del cochito en Canarias) y se va para la playa o para el campo. Se iban los típicos con la sombrilla, las viejas con las cartas. Lo extraño mucho todo eso”.
Tuvo que mudarse a Murcia por motivos familiares: “ Mi padre pilló trabajo. Llevaba tiempo buscando trabajo en la península. La 'risa' de todo es que ahora trabaja en Madrid, aunque mantenemos el contacto. Hay que ir adónde está el trabajo, es lo que hay”. Admite que tomó una mala decisión al escoger Pedagogía como la carrera que iba a estudiar en la Universidad de Murcia, cuando llegó a Murcia: “acababa de terminar la Selectividad en Canarias,y empecé Pedadogía. No me gustó nada, lo siento por los pedadogos,terminé Educación Social luego y ahora estoy en Pedagogía para tener las dos carreras. Veremos a ver en qué trabajo”. Como es lógico, los años no pasan en vano.Y, aunque al principio, tuviese algunos problemas de comunicación en la ciudad: Recuerdo ir a pedir lo del Bono Guagua. Toda la vida, en Las Palmas, se ha vendido en los estancos de los parques un bono guagua.”- dice- : “Mire, me da un bono guagua. Y me respondió, perdone no la entiendo. Le tuve que decir que era el bus”. Algo se le ha quedado de la forma de hablar de la región, hasta el punto de que, en ocasiones, hay confusiones en la casa de su abuela por expresiones que se le han pegado: terminar la frase y decir “entiendes” o el nene. Sin querer le decía a mi abuela: ¿Entiendes?. Claro que sí, mi niña”. Lo intenta seguir conservando, pese a todo y afirma que este “llama mucho la atención. La gente te para por la calle y pregunta mucho de dónde eres. Eso es algo que no me ocurre, ni mucho menos, en Las Palmas”.
“He madurado bastante, porque llegué con 20 años to 'loca' y 'tá' queriéndome comer el mundo. Murcia me ha ayudado mucho a madurar”.
Marzo asoma en los calendarios, y el Carnaval ya se vive en su ciudad natal, Las Palmas de Gran Canaria: “En las Palmas no le daba tanta importancia. A lo mejor sólo me disfrazaba el día de las murgas y no siempre. Pero si fuera para allá ahora, me disfrazaría todos los días”. Comenta también que echa de menso el ambiente divertido: “La gente que se acopla a la cabalgata. Ese día la gente es amiga de toda la gente. Hay carnavales como en Águilas, pero es diferente el rollo al de Canarias”. Aún así, y ya lejos de los desfiles, las murgas, cabalgatas, y jolgorios de los mogollones, confiesa que hay sitios que le han encantado de Murcia: Si te quedas en la ciudad, no ves la Región. Hay cosas que vale la pena ver. Por ejemplo, la playa de Calblanque, que es preciosa. Tienen que aprovechar esos paisajes”.
Su melodía preferida sigue siendo la de la corriente del Atlántico cuando acaricia las rocas de la orilla. Sin embargo, parece que sus gustos musicales también se han visto algo influenciados por la Región, y “el ambiente nocturno de las tascas”, en general: “Yo era más 'tranqui' musicalmente, aunque ahora en Murcia me ha empezado a gustar el Heavy, aunque no trabajo el reggaeton, que no lo trago, es super machista y vejatorio. Me gusta el Chill Out, etc.. Es algo que se me ha pegado de ir a tantos conciertos, algo que no se puede hacer en Canarias”. También su carácter ha sufrido bastantes cambios desde que aquel avión aterrizó en la Huerta: “He madurado bastante, porque llegué con 20 años to 'loca' y 'tá' queriéndome comer el mundo. Murcia me ha ayudado mucho a madurar”.
Ahora ya, con unos años más, asegura que es partidaria de “vivir y dejar vivir, y no pisar al que está al lado o estar al acecho por si suspende”. Y se lamenta de haber visto cosas de esa índole en la facultad en la que estudia en la actualidad: “He visto competitividad insana a la hora de ver las notas de los exámenes”. La entrevista ya va tocando a su fin. Las palabras van quedando atrás en la suave brisa que mueve las hojas de las palmeras. Y la acompaño hasta otro lugar del Campus, cerca de la facultad de Veterinaria, donde se separan rumbos. Se despide proponiéndome que vaya a una barbacoa con ella y unos amigos, cuando mejore el tiempo: “A ver si comemos algo de gofio y mojo de paso”- dice. Yo la veo alejándose en el corto horizonte de hormigón del inmenso edificio que nos rodea. Y mientras tanto, me pregunto si aún seguirá recordando cómo embestían las olas a su Perico. Y si seguirá volando en sus recuerdos.
Efrén Alemán García