ÉRASE UNA VEZ UN AUTÓNOMO (PEDRO)
15 de febrero de
2023. Un día cualquiera
Aún
no ha llegado a amanecer una mañana de invierno fría de febrero en la ciudad de
Las Palmas de Gran Canaria. La luna llena se resiste a despedirse en lontananza
mientras riela sobre el mar. Y el cansancio todavía asoma con firmeza en los
ojos de Pedro, quien debe levantarse muy pronto como cada mañana (sobre las 4
de la mañana) con el objeto de dirigirse a su panadería y preparar todo lo que
va a venderse durante el día. Solo él sabe bien lo que conlleva tener todo
listo y apetecible en el mostrador para que sus clientes sigan siendo leales a
su tienda ante la feroz y desigual competencia de las grandes superficies, otro
obstáculo más en su ya de por sí complicada vida de autónomo.
A
las cinco de la mañana, tras despedirse de su mujer y su hijo de cinco años,
Guayre, con un beso en la frente, ya se encuentra camino de su negocio, al que
tarda en llegar apenas diez minutos. Abre a las 09:30 de la mañana, aunque
resulta más que evidente que las cosas no se cocinan solas y debe tirarse unas
cuantas horas entre ingredientes, hornos y masas antes de ofrecer sus productos
a la clientela. Cuando la ciudad se despierta, se puede decir que él ya lleva
más de cuatro horas de trabajo a sus espaldas sin generar un solo euro en
ingresos, si bien debe resignarse porque así es la vida de un panadero. No
obstante, ahora hay algunos aspectos adicionales por los que no deja de
devanarse los sesos. Le acaban de subir treinta euros la cuota del autónomo (6
de dichos euros como consecuencia de la implantación del denominado Mecanismo
de Equidad Intergeneracional (más conocido como “MEI”) y ahora su gestor le
pide que le comunique cuánto prevé que serán sus rendimientos netos a lo largo
del año. Quizás le toque pagar incluso más de lo que ya paga por ello en
concepto de IRPF. Ya éramos pocos y parió la abuela. En ocasiones, se pregunta
si vale la pena seguir trabajando para pagarle una proporción cada vez mayor de
lo que gana con su sudor esfuerzo a un mastodóntico e inservible Estado
usurero. “De cuando en cuando, tengo ganas de tirar la toalla y dejar todo
aquello por lo que he luchado. No tuve ya bastante con la pandemia para que
ahora me vengan con todo esto”- dice para sus adentros. En todo caso, hoy toca
volver a abrir y, tal vez, la sonrisa de algunos clientes le devuelve un
pequeño atisbo de esa ilusión que se va desvaneciendo a marchas forzadas de su
resignado rostro.
Quedan
por delante unas cuantas horas de incansable labor sin descanso hasta el cierre
(sobre las 21:00 horas), que ahora debe desempeñar prácticamente en soledad,
dado que las sucesivas subidas de cotizaciones, impuestos, entre otros
conceptos, han provocado que solo pueda tener a una dependienta (de las cuatro
que llegó a tener contratadas) que lo ayuda hasta las 17:30 horas en la caja y
llevando algunos registros de pedidos y demás. “Y tampoco sé cuánto más podré
tenerla aquí”- se pregunta lastimosamente. Poco a poco ve impotente cómo se va
mermando su poder adquisitivo y su autonomía pese a echarle casi más horas que
nunca y no parar de trabajar. “No tiene sentido”- se dice a sí mismo.
Y
llega la hora de “chapar”. A las 21:30 horas tiene ya todo recogido y se marcha
rumbo a su casa. A las 22:00 toca la puerta y lo recibe con una sonrisa su
mujer.
-¿Cómo
estás, cariño?- le pregunta Elena.
-Exhausto,
pero como siempre te he echado mucho de menos.
Sin
duda, su hijo ya está acostado y soñando con los angelitos, así que lo único
que puede hacer es dirigirse a su habitación y darle otro beso en la frente.
Apenas lo ve porque trabaja a destajo de lunes a sábado y los domingos pocas
fuerzas le quedan para poder compartir con su primogénito unas horas en el
parque sin recurrir siempre a la manida película o los “dibus” en Netflix. Hay
veces en las que se arrepiente de no poder pasar más tiempo con su familia,
pero al final prevalece siempre la necesidad de tener el “frigo” lleno. Entre
arrumacos y alguna carantoña con su mujer, se recuesta, se vira hacia el lado
derecho como le gusta hacer y, antes de que el yunque de sus párpados exhaustos
termine por vencerle, no deja de preguntarse si podrá aguantar el infierno
fiscal en que se está convirtiendo España y en si tendrá que echar el cierre
definitivo más pronto que tarde. “Entre el alquiler, las cotizaciones de mi
empleada, la subida de la luz y la gasolina y la miríada de impuestos no me
salen las cuentas”- se lamenta. Y sus ojos se desploman para que otro día más
se persiga cuando amanezca.
15 de febrero de 2031. Ocho años
después en un día cualquiera
Son las ocho y media de la mañana.
El ruido de la tetera despierta a Pedro. Hace ya algún tiempo que no madruga y
que tampoco tiene muchas ganas ni razones para hacerlo. Lleva dos años sin
panadería y, por mucho que busca trabajo, lo poco que queda no se ajusta a su
perfil y tampoco lo quieren porque ya tiene 50 años y es “demasiado veterano”,
un eufemismo para decir que ya no se quieren “viejos” en los trabajos, sino
jóvenes dispuestos a dejarse el lomo por un mendrugo de pan apenas. La pésima
situación el ámbito laboral ha desembocado de forma inexorable en una coyuntura
económica familiar insostenible. Se ha visto obligado a vivir de una renta
mínima universal con la que apenas le alcanza para comer y poco más. Lo peor es
que tampoco puede salir ya mucho más allá de su casa, dado que ahora se precisa
de un permiso para poder salir a un área que diste más allá de una distancia
equivalente a media hora andando de su casa. Y para colmo de males, a su mujer
le diagnosticaron una enfermedad rara por la que le dan soplos al corazón y ya
no puede hacer oficio alguno. No cabe duda de que el futuro que se le presenta
no augura nada bueno y tampoco parece que la coyuntura vaya a despejarse en
breve. Las restricciones climáticas mandan, el dinero digital controla cada
minuto de su poco dinero y de su tiempo y lo peor es que siente como una rana a
la que fueron cociendo poco a poco y que, cuando quiso salir de la olla, ya era
demasiado tarde. “Debí haber escuchado a quienes me decían que reivindicara mis
derechos en la calle o de la forma en que creyera conveniente”. Lo sabe, pero
no es menos cierto que un día de cierre implicaba un día menos de ingresos y,
por ende, que tal vez ese día no tuviese que ofrecerles a su mujer y su hijo.
Hace poco escuchó que, en el lugar en que regentaba su pequeña panadería, se ha
instalado ahora una franquicia del Starbucks, en una muestra de cómo el
monopolio de las grandes multinacionales se ha abierto paso en el infierno
fiscal de España que ha desolado pequeñas pymes y autónomos, de las cuales solo
quedan algunos restos coleantes ya. ¿Autónomo? ¿Qué era eso?- se pregunta
Pedro, ahora más dependiente que nunca de un Estado que lo único que quiso
siempre fue hundirle y cocerle a fuego lento como la rana de la fábula.
Érase una vez Pedro. Érase una
vez un autónomo de tantos.
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