MÚSICA PARA EL ALMA

domingo, 19 de febrero de 2023

ÉRASE UNA VEZ UN AUTÓNOMO (PEDRO)

 



ÉRASE UNA VEZ UN AUTÓNOMO (PEDRO)

 

15 de febrero de 2023. Un día cualquiera

               

Aún no ha llegado a amanecer una mañana de invierno fría de febrero en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. La luna llena se resiste a despedirse en lontananza mientras riela sobre el mar. Y el cansancio todavía asoma con firmeza en los ojos de Pedro, quien debe levantarse muy pronto como cada mañana (sobre las 4 de la mañana) con el objeto de dirigirse a su panadería y preparar todo lo que va a venderse durante el día. Solo él sabe bien lo que conlleva tener todo listo y apetecible en el mostrador para que sus clientes sigan siendo leales a su tienda ante la feroz y desigual competencia de las grandes superficies, otro obstáculo más en su ya de por sí complicada vida de autónomo.

A las cinco de la mañana, tras despedirse de su mujer y su hijo de cinco años, Guayre, con un beso en la frente, ya se encuentra camino de su negocio, al que tarda en llegar apenas diez minutos. Abre a las 09:30 de la mañana, aunque resulta más que evidente que las cosas no se cocinan solas y debe tirarse unas cuantas horas entre ingredientes, hornos y masas antes de ofrecer sus productos a la clientela. Cuando la ciudad se despierta, se puede decir que él ya lleva más de cuatro horas de trabajo a sus espaldas sin generar un solo euro en ingresos, si bien debe resignarse porque así es la vida de un panadero. No obstante, ahora hay algunos aspectos adicionales por los que no deja de devanarse los sesos. Le acaban de subir treinta euros la cuota del autónomo (6 de dichos euros como consecuencia de la implantación del denominado Mecanismo de Equidad Intergeneracional (más conocido como “MEI”) y ahora su gestor le pide que le comunique cuánto prevé que serán sus rendimientos netos a lo largo del año. Quizás le toque pagar incluso más de lo que ya paga por ello en concepto de IRPF. Ya éramos pocos y parió la abuela. En ocasiones, se pregunta si vale la pena seguir trabajando para pagarle una proporción cada vez mayor de lo que gana con su sudor esfuerzo a un mastodóntico e inservible Estado usurero. “De cuando en cuando, tengo ganas de tirar la toalla y dejar todo aquello por lo que he luchado. No tuve ya bastante con la pandemia para que ahora me vengan con todo esto”- dice para sus adentros. En todo caso, hoy toca volver a abrir y, tal vez, la sonrisa de algunos clientes le devuelve un pequeño atisbo de esa ilusión que se va desvaneciendo a marchas forzadas de su resignado rostro.

Quedan por delante unas cuantas horas de incansable labor sin descanso hasta el cierre (sobre las 21:00 horas), que ahora debe desempeñar prácticamente en soledad, dado que las sucesivas subidas de cotizaciones, impuestos, entre otros conceptos, han provocado que solo pueda tener a una dependienta (de las cuatro que llegó a tener contratadas) que lo ayuda hasta las 17:30 horas en la caja y llevando algunos registros de pedidos y demás. “Y tampoco sé cuánto más podré tenerla aquí”- se pregunta lastimosamente. Poco a poco ve impotente cómo se va mermando su poder adquisitivo y su autonomía pese a echarle casi más horas que nunca y no parar de trabajar. “No tiene sentido”- se dice a sí mismo.

Y llega la hora de “chapar”. A las 21:30 horas tiene ya todo recogido y se marcha rumbo a su casa. A las 22:00 toca la puerta y lo recibe con una sonrisa su mujer.

-¿Cómo estás, cariño?- le pregunta Elena.

-Exhausto, pero como siempre te he echado mucho de menos.

Sin duda, su hijo ya está acostado y soñando con los angelitos, así que lo único que puede hacer es dirigirse a su habitación y darle otro beso en la frente. Apenas lo ve porque trabaja a destajo de lunes a sábado y los domingos pocas fuerzas le quedan para poder compartir con su primogénito unas horas en el parque sin recurrir siempre a la manida película o los “dibus” en Netflix. Hay veces en las que se arrepiente de no poder pasar más tiempo con su familia, pero al final prevalece siempre la necesidad de tener el “frigo” lleno. Entre arrumacos y alguna carantoña con su mujer, se recuesta, se vira hacia el lado derecho como le gusta hacer y, antes de que el yunque de sus párpados exhaustos termine por vencerle, no deja de preguntarse si podrá aguantar el infierno fiscal en que se está convirtiendo España y en si tendrá que echar el cierre definitivo más pronto que tarde. “Entre el alquiler, las cotizaciones de mi empleada, la subida de la luz y la gasolina y la miríada de impuestos no me salen las cuentas”- se lamenta. Y sus ojos se desploman para que otro día más se persiga cuando amanezca.

 

15 de febrero de 2031. Ocho años después en un día cualquiera


                Son las ocho y media de la mañana. El ruido de la tetera despierta a Pedro. Hace ya algún tiempo que no madruga y que tampoco tiene muchas ganas ni razones para hacerlo. Lleva dos años sin panadería y, por mucho que busca trabajo, lo poco que queda no se ajusta a su perfil y tampoco lo quieren porque ya tiene 50 años y es “demasiado veterano”, un eufemismo para decir que ya no se quieren “viejos” en los trabajos, sino jóvenes dispuestos a dejarse el lomo por un mendrugo de pan apenas. La pésima situación el ámbito laboral ha desembocado de forma inexorable en una coyuntura económica familiar insostenible. Se ha visto obligado a vivir de una renta mínima universal con la que apenas le alcanza para comer y poco más. Lo peor es que tampoco puede salir ya mucho más allá de su casa, dado que ahora se precisa de un permiso para poder salir a un área que diste más allá de una distancia equivalente a media hora andando de su casa. Y para colmo de males, a su mujer le diagnosticaron una enfermedad rara por la que le dan soplos al corazón y ya no puede hacer oficio alguno. No cabe duda de que el futuro que se le presenta no augura nada bueno y tampoco parece que la coyuntura vaya a despejarse en breve. Las restricciones climáticas mandan, el dinero digital controla cada minuto de su poco dinero y de su tiempo y lo peor es que siente como una rana a la que fueron cociendo poco a poco y que, cuando quiso salir de la olla, ya era demasiado tarde. “Debí haber escuchado a quienes me decían que reivindicara mis derechos en la calle o de la forma en que creyera conveniente”. Lo sabe, pero no es menos cierto que un día de cierre implicaba un día menos de ingresos y, por ende, que tal vez ese día no tuviese que ofrecerles a su mujer y su hijo. Hace poco escuchó que, en el lugar en que regentaba su pequeña panadería, se ha instalado ahora una franquicia del Starbucks, en una muestra de cómo el monopolio de las grandes multinacionales se ha abierto paso en el infierno fiscal de España que ha desolado pequeñas pymes y autónomos, de las cuales solo quedan algunos restos coleantes ya. ¿Autónomo? ¿Qué era eso?- se pregunta Pedro, ahora más dependiente que nunca de un Estado que lo único que quiso siempre fue hundirle y cocerle a fuego lento como la rana de la fábula.

                Érase una vez Pedro. Érase una vez un autónomo de tantos.

 

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