BENDITO OLVIDO
Corría el mes de septiembre de
2009. Aquel día se levantaba tras el horizonte y amanecía como un
acontecimiento que cambiaría el rumbo de mi existencia: ennegrecido y lúgubre. Arrancaba con la característica "panza de burro" que se suele dar con frecuencia
ese mes del año en Las Palmas de Gran Canaria, aderezada con algo de llovizna. Y mi madre, por aquel entonces, llevaba algún tiempo padeciendo una profunda
depresión por la que se le había diluido esa maravillosa sonrisa angelical que
era capaz de encandilar la más oscura de las auras. Mi padre acababa de llegar
del neurólogo y era portador de terribles noticias: habían diagnosticado
alzhéimer a mi querida madre. Mi mundo no tardó en derrumbarse como un castillo
de naipes ante un simple chasquido de dedos. Aunque yo ya tenía otra teoría en
ese sentido, no pude evitar derramar algunas lágrimas. Mi madre definitivamente
se apagaba como la trémula luz de un quinqué, y era imposible saber con certeza
cuánto tiempo más seguiría brillando en ella esa mirada oceánica tan suya, tan
añil y tan dulce.
Se puede decir que la dolencia la
fue consumiendo más pronto de lo que se había pronosticado en un principio.
Empezó a posarse sin demora el níveo invierno en su piel cada día más pálida, y se podía constatar algo así como si un ampo blanco de
diciembre capilar quisiera robarle también ese cabello rubio tan lindo que
llevaba. Sin embargo, algo en toda aquella espiral de declive cognitivo
rezumaba maravilloso, como una rosa que se atreve a florecer en plena estepa.
Conforme iba perdiendo sus recuerdos y su conocimiento, se asomaba en ella otro
lado que, hasta entonces, no había percibido. Un mundo que, por lo que deduje
con el discurrir de los años, había ocultado, quizás, por servir a la familia
en su rol de madre y esposa abnegada. Irónicamente, la enfermedad había actuado
como un gran y dulce huracán de pasión capaz de derrumbar ese dique casi incorruptible de miedos
y veleidades por los que no había expresado todo lo que llevaba dentro. Y
también resulta paradójico que yo sintiera, entonces, una conexión con ella que
transcendía el verbo y la palabra. Una sensibilidad que ambos compartíamos y que,
a su manera, me confesaba cuando iba a visitarla en ese momento en que, pese a
tener ya plenamente deteriorada la parte cognitiva, miraba hacia el lado por el
que me aproximaba a su habitación. Sin palabras. Solo gestos
Hasta el día de hoy, no sé cómo
expresarlo, pero en esos últimos años de su vida, la enfermedad trajo consigo
una magia invisible. Una magia que no necesitaba de sombreros, ni conejos
ocultos ni trucos de ilusionismo. Una luz que ahora resplandecía como una
estrella en ese mundo que solo conocíamos mi madre y yo, al posarnos con cariño los ojos como aves de paso por una mirada. Un mundo
de sensibilidad y poesía mundana que entendí que había heredado de ella. La
única diferencia es que yo me negué a callarlo. En todo caso, ahora mismo, esta
pequeña reflexión tal vez sirva como forma de que el pasado reviva, hermoso y
rutilante, desde unos ojos que me siguen observando desde otra parte. Como un
recuerdo que no olvida, aunque, por desgracia o por fortuna, tuviese que azotarla la enfermedad de
la desmemoria para que yo descubriera la hermosa desnudez álmica de mi madre.
Bendito sea el olvido.
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