VISITA INESPERADA
Ya mis ojos
habían cedido a los yunques de cansancio que pesaban sobre mis párpados tras
una jornada agotadora. Y se habían apagado todas luces de la ciudad,
incluidas las de mi pequeña morada. Sin embargo, al cabo de unas horas de descanso inconsciente, iba a acontecer algo que no
esperaba ni en la más remota de las posibilidades. Ahí estaba, tras el telón de
la realidad —en plena fase REM de mi sueño tal vez— con una luz que deslumbraba
dulcemente. En una de las camas de la que fuera la habitación de mi infancia,
que compartía con mi hermano gemelo, parecía yacer mi padre, quien se iba
elevando poco a poco en una ligera levitación al compás de unas ondas lumínicas
procedentes del suelo. Mi madre, a su lado, apoyaba sus manos sobre su cuerpo y lo acunaba como a un bebé. Su semblante virginal me sonreía mientras irradiaba un
aura de dulzura y puro afecto, envuelto en aquellos extraños rayitos de belleza
de forma elíptica.
Aquella
imagen enceguecía a la par que me encandilaba. Y en un instante el amor pareció etéreamente eterno. Al cabo de un rato de embeleso, mi madre se me acercó casi
en una solemne letanía, me abrazó mientras me regalaba una sonrisa de inefable
belleza, y me dijo: “No te preocupes. Todo va a ir bien”. Tras unos segundos,
abrí los ojos y, por un momento, pensé en contarle lo ocurrido a mi padre,
hasta que me percaté de que ya también había fallecido hace más de tres años y
medio. Lo único que sé es que, en ese momento, me desperté temblando en un dulce escalofrío que
me recorrió desde los pies hasta el alma, y me sentí rebrotar de regocijo como una rosa en
su apogeo primaveral.
Papá y mamá volvieron, mientras
dormía, en una visita inesperada.
Te quiero mamá. Te quiero
papá.
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