Una corta reflexión sobre la inmundicia de la guerra, una dolencia social que se expande por doquier y que no se diagnostica bajo el áureo color del glamour y el progreso. Una voz que ahogan los tranvías. Un ladrido, tal vez, de fantasma que nadie escucha.
FRÍO EN EL CALOR
Los abrigos ahora tienen calor. Sin embargo, algunos que están desnudos parecen xilófonos de huesos cuyo crujir nadie se detiene a escuchar: supongo que,, cuando se está al lado de una estufa, siempre se ha de olvidar el frío que puede hacer afuera, aunque sea otro como nosotros quien no puede compartir con los demás una buena velada y una distendida terturlia. Sólo las aceras les hablan a muchas bocas secas y muchos labios rotos por un invierno gélido del que no pueden cobijarse. Treinta grados a la sombra de un buen Armani. Menos de cero en la escalera de la estacion del primer mundo por la que la pobreza no se ha olvidado de pasar, y asolar cuantos ojos enrojecidos por el cansancio y la agonía están a su alcance.
Es una lástima. Sólo puede entablar una conversación con esos dientes ateridos de frío que tiritan sin pausa. Y algún que otro perro que se acerca a olerlo como otro escombro más de cuantos tiene los vertederos del mundo. La única diferencia es que esta basura tiene piel, y no puede envolverse en una funda de ploástico para esconderla de los ojos que tanto detestan lo que apesta. Los abrigos siempre quieren tener calor, aunque el invierno azote sin compasión las aceras que hablan a solas de la soledad y la desgracia de un hombre del que todos, menos la pobreza y sus amigas las grietas del hambre, se han olvidado: uno de los mendigos de la Gare Cornavin. Otro bodrio más que recoger, quizás. Otro día de frío que evitar.
sábado, 30 de agosto de 2008
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