Luz en los ojos
Tenía millones de haces de luz en sus ojos. Y aún no lo sabía.
Hacía tiempo que no vislumbraba los amaneceres como correspondía, porque, tal vez sus pupilas se habían cansado de mirar fijamente a la rutina y sus niñas ya no eran capaces de reflejar otra cosa que no fueran túneles de sombras y soledad, disfrazados de un brillo vidrioso que emergía de ese rostro rubicundo tan entristecido.
Tomás. Así se llamaba ese niño por cuyos ojos sólo transitaba el miedo, el desespero, el desasosiego, la pesadumbre y el aislamiento que padecía cada día en aquel rincón del patio por el que el sol, estuviese el tiempo nublado o no, se olvidaba de pasar. No tenía compañeros a los que contarles cuantos sueños paseaban por su cabeza cada vez que podía mitigar ese dolor durmiendo. Tampoco un hombro al que aferrarse en momentos duros en que siempre se necesita a alguien capaz de consolar y hacer ver que la vida es algo más que dejar de vivir hasta la muerte. Y menos un oído que lo escuchara. Su voz no tenía palabras, aunque su silencio quisiera expresarse a cada momento. Y aquellas paredes, en ocasiones, fueran testigos de un excelente registro vocal.
Solía pasarse los días vagando como un fantasma cuyos caminos no eran más que cruces como baldosas decoradas de cuadros llenos de otras pisadas. Y nunca encontraba un buen parque en que sentarse a reflexionar: quizás, ya hasta esa tarea le pesaba; las lágrimas lo carcomían por dentro. Sin embargo, una de esas tardes en que una borrasca parecía dar a entender que llovería a cántaros, un ciego que se encontraba a su lado en un semáforo aún en rojo se acercó y le dijo.
-Veo que lloras chiquillo.
Tomás, atónito, no pudo hacer otra cosa que responderle.
- Pero….Usted….¿Cómo ha podido saberlo? No puede verme. Y tampoco mirarme. Es imposible.
- El silencio acezante y desacompasado de tu respiración dice muchas cosas que yo puedo escuchar. Cosas que los demás nunca llegarían a entender. Es cierto que estoy ciego, pero aún así no dejo nunca de mirar lo que está girando a mi alrededor y apreciar lo bueno y lo malo que hay en las personas que me rodean y el mundo en que me hallo. Ahora, por ejemplo, llueve en un lugar ajeno a las aceras que estarán húmedas en cuanto el cielo escupa un poco de furia natural sobre la ciudad. Tú corazón llora. Supongo que no siempre la vida es un jardín de rosas. Pero no tienes por qué preocuparte, porque estoy seguro de que, en lo más profundo de ti, hay algo que aún desconoces que puede agradar a mucha gente. Es cuestión tuya descubrirlo, así como yo he descubierto que no hace falta ver para poder deleitarse con la belleza de este planeta.
- Puede que….sí.-dijo atónito Tomás sin acertar a mediar más palabras que una sucinta despedida en cuanto hubo cambiado a color verde el semáforo.
- Hasta luego señor..
- Pedro Oropesa. Adiós chiquillo.
- Adiós señor Oropesa.
Se acercaba el día del tan ansiado concierto. Los nervios hacían mella en esos poros sudorosos por los que llovían unas ansias de inefables de salir al escenario para dar un bueno do de pecho. Y la gente que se arremolinaba a las puertas del teatro Pérez Galdós compraba unas últimas entradas antes de escuchar con cierta placidez lo que iba a regalarles un tal Tomás Alemán, un joven de veinticuatro años algo tímido cuya voz de bajo, según los expertos, hacía viajar a los sentidos al ensueño más placentero y envolvía a todos con esa potencia característica de quienes tienen tan flexibles cuerdas vocales.
En los camerinos ya casi todo estaba a punto. Ya habían pasado varios años desde aquel encuentro con el ciego. Y Tomás se disponía a actuar por primera vez ante un auditorio repleto de gente. Antes no lo había hecho y, quizás, esta era la oportunidad más propicia para demostrar al mundo- después de la hazaña de haber aprendido en un año todo un repertorio de ópera- cuanto valía aquel párvulo marginado cuya vida no había sido otra cosa que una rutina insoportable de aislamiento gracias a la que había hallado su mejor tesoro: poder expresar con la voz cuanto brotaba de su corazón. Sudaba. El maquillaje le corría por las mejillas por muchos que fueran los esfuerzos que hacían sus esteticistas para que no sucediera. Era el momento de afrontar ese último pasillo después del cual se haría realidad uno de sus sueños más anhelados: cantar a alguien que no fueran los muros exánimes de un patio desolado. Así pues, cuando se hubo levantado de la silla, se levantó y se despidió de todos quienes lo habían preparado para el momento estelar, etc…
El auditorio estaba expectante. Comenzaban a sonar las primeras notas del Ave María de Schubert en el piano. El cantante habría de entrar de un momento a otro, en cuanto el pianista le hiciese la señal de que debía pasear con él por los tímpanos de cuantos los escucharían. Primeras notas. En la gente, ya se percibían ciertos atisbos de emoción. Todo parecía marchar sobre ruedas, tal y como todos quienes habían urdido tal espectáculo esperaban. Nota tras nota, Tomás granjeaba más y más la atención de un público cada vez más entregado. Aveeee Maríaaaaaa. Tras unos minutos y, cuando la pieza hubo terminado, la gente se puso en pie y ovacionó al bajo. Tomás no pudo evitar que se entrevieran algunas lágrimas transitado por sus pestañas antes de caer sobre la madera del escenario, porque, al ver el trémulo brillo en las pupilas de quienes lo habían escuchado, recordó las palabras de aquel sabio ciego con quien se había cruzado hacía ya más de quince años: “tienes algo dentro de ti que has de descubrir”. Ahora ya sabía por qué.
Tenía millones de luz, en sus ojos, y por aquel entonces, aún no lo sabía. Desde ese instante, sin embargo, el sol ya no se olvidaría jamás de pasar siempre por sus pupilas. Tomás..Tenía millones de haces de luz en sus ojos y en la voz. Y aún no lo sabía.
Efrén Alemán García
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