HISTORIA DE NAVIDAD
El sol se iba ocultando allende el horizonte, con una día que se marchaba
tiernamente en un ocaso ensangrentado de tarde y moribundo. Y sin embargo, amanecía.
Aquella noche la ciudad había revelado un cariz un tanto extraño, incluso podría decirse que
fantástico. Los tubos de escape de los vehículos expedían un extraño aroma de delirio y
confetis. El agobio de la urbe en sus ojos parecía el sosiego de un bucólico entorno, a unos
cuantos kilómetros del centro. Los pequeños pantanos de un parque próximo a su casa
constituían en aquel instante el más inmenso de los mares. El cielo algo monótono y gris de
una fría mañana de invierno parecía azul y despejado en sus brillantes y ufanas pupilas. Y en
casa habitaba una utopía de cuyos lindes infinitos solo sabía el mundo que inventaba su
cabecita.
- Papá, mamá, ¿saben si queda mucho para que pasen por casa?
- No te preocupes, hijo.
- Ten por seguro que la visita llegará a la hora prevista, sin dilación. Descuida
porque podrás disfrutar de su paso por esta casa.
Unas cuantas horas antes de que todo esto ocurriese, estaba claro que no cabía en sí
de entusiasmo por aquella vista que llegaría muy pronto. Se trataba de unas personas
especiales con las que había mantenido cierta correspondencia de un carácter también
bastante particular, con su caligrafía aún torpe, pero contundente en sus pueriles y dulces
peticiones. Diego todavía contaba con una cifra las primaveras que había vivido. Su alma de
niño poeta y profano, empedernido creyente de sueños para los adultos ya imposibles, seguía siendo inmensa. La gravedad inevitable de la madurez y los hechos no la habían
menoscabado sin duda. Seguía contemplando cuanto le rodeaba con aquella mirada
fantasiosa, ingenua e inocente, con ilimitada cabida para la belleza del universo. Y también
aguardaba con mucha inquietud el acontecimiento previo a la tan anhelada visita, que
revestía un carácter anual. Una fiesta de caramelos, carrozas y mucha mucha diversión.
En el camino al desfile de carrozas tuvo la suerte de cruzar con Carlos, un muy buen
amigo suyo del colegio. Mientras discurría la fiesta, compartieron juegos, risas y ese mismo
espacio sin fronteras para el júbilo. Nadie podía poner en duda que eran felices, como sus
padres al observarlos disfrutar tanto de la tarde, mientras llovían serpentinas, maquillajes de purpurina y golosinas por las abarrotadas calles de la urbe. Un hermoso momento más que
atesorar ya en los recuerdos.
La atmósfera se prolongó durante unas horas, hasta que llegó el inevitable
momento de echar el cierre al paso y dar paso a la cotidiana y vespertina rutina. Cansado y
extenuado, Diego no perdía aun así la ilusión. Ansioso, quería volver a conversar con sus
padres sobre la visita en cuestión. Según los medios de comunicación, las tres personas tan
especiales que cruzaban sus pensamientos a cada segundo desde hacía algunas semanas,
arribarían a las costas de Gran Canaria dentro de un rato a bordo de un barco, y vendrían
acompañados de una cohorte de pajes que se encargarían también de custodiar y cuidar de
unos acompañantes algo particulares, con algunas jorobas en los lomos.
- Papá, mamá, ¿cuándo van a llegar estos amigos a casa?
- Hijo, no desesperes. Ellos no se olvidan de la casa de ningún niño. Puedes estar
seguro de ello.
- Es que ya quiero que vengan.
- Sí, sí. Descuida, hijo. Lo harán.
Además, sus abuelos le habían comentado que debía dejar a la visita algunas vituallas
y alimentos básicos como algo de agua, leche, algunas galletas y algo de gofio, pues vendrían
de un largo periplo que los llevaría por muchas más casas al parecer. Tantas e innumerables
como cuantas podían albergar un mundo cuyo inmenso tamaño aún desconocía en términos
geográficos, aunque poco importaba esa materia ahora. Solo quería saber de esa visita tan
especial que vendría dentro de no mucho y, tal vez, le dejaría algunas sorpresas entre las que
quizás se encontrarían aquellas que había pedido en aquella fantástica correspondencia con
aquella gente tan especial, venida desde tierras tan lejanas. Poco haría falta para que sus
párpados cansados sucumbieran al cansancio, se pegaran y sellaran sus ojos en un agradable
letargo, en aquella noche en la que, pese a la oscuridad, amanecía en las los alféizares de las
ventanas siempre abiertas de su imaginación.
Son las siete de la mañana. El telón de maravillas se levanta al compás de sus
perezosas ganas y sus párpados aún por despegarse de las legañas. En la mesita de noche,
Diego encuentra una pequeña nota que reza lo siguiente:
“Querido Diego,
Un pajarito me ha contado que te has portado bastante bien durante el año, aunque
debes mejorar algunas cositas. No seas tan rebelde en el colegio, saca buenas notas y, entre
otras cosas, deja de comerte las uñas, que es algo malo. ¿Estás de acuerdo? En el sillón te
hemos dejado algunas cosas que te van a gustar.”
Emocionado, corre hacia el sillón y ve cómo le han regalado el coche teledirigido y la
videoconsola que le había pedido a aquellas tres personas tan especiales, de latitudes tan
distantes. Al parecer, todo su séquito, los camellos y demás compañía habían dado buena
cuenta de lo que les había dejado en la mesa del comedor. Sus padres tenían razón en eso de
que necesitarían algo de provisiones para tan largo periplo. No los había visto bien, pero
parecían vestir ropajes de otros lugares recónditos que desconocía completamente. Aunque
ese aspecto y el hecho de que la visita fuese al final bastante rápida y fugaz poco le importaba ya. La espera había valido sin duda la pena, pues habían satisfecho sus inocentes, infantiles y humildes peticiones. Los Reyes Magos de Oriente, con mucha cantidad de oro, incienso y mirra, mucha ilusión, y a lomos de sus tres obedientes camellos, no se habían olvidado de pasar por su casa para darle lo que había pedido. Poco tardó en bajar a la calle para ir a jugar los amiguitos de los bloques de edificios colindantes.
Era ya la tan ansiada mañana del 6 de enero en cuyo galicinio el firmamento había
resplandecido más que nunca, como en otros años anteriores, hasta tal punto que en los ojos
de Diego amanecía la felicidad en forma de un precioso e inocente brillo de pupilas. Habían
venido otro año más Melchor, Gaspar y Baltasar por el buen camino.