CARTA PRIMERA A ARACELI
Querida Araceli, ángel mío,
Puedo decirte que esta será la primera de cuantas cartas te escribiré, tal vez, hasta que se
me acaben los versos que recorren cada una de estas palabras. Porque en esta tarde que ya
comienza a declinar, aún amanecen algunos rayos sepias en esta ventana algo oscurecida.
Y en todas las noches en que la luna se despereza para hacer que el sol se duerma, sólo en el
cielo aparente de la rotación terrestre. Y en todos los días en que las borrascas no dejan pasar
demasiada luminiscencia a las aceras, aún amanece, aunque no me quede casi luz en los ojos
y tampoco nadie entienda por qué tienen mucha razón quienes afirman que hay días que
pueden durar toda una vida amanecidos, como tus ojos en los míos cada vez que mis
recuerdos hacen un amago de mirarte. Ahora, además de todo esto, puedo decir que no me
hace falta tener zapatos para atravesar ciertos caminos repletos de piedras, porque ahí ya
está tu cuerpo para que mis dedos lo recorran, aunque te disipes como un susurro cada vez
que despiertan mis pies desnudos y fríos en la cama. Y también puedo afirmar que ya no
hago caso a los semáforos demasiado, cuando debo cruzar la calle, porque no existen otros
pasos que los tuyos. Y siento que debo seguirlos, aunque me vaya el tiempo y la muerte en
ello.
Ojalá pienso. Ojalá los aviones de papel pudiesen soportar el peso insoportable de una
distancia infranqueable como en aquellos tiempos párvulos en que el vinagre era condimento
de las nubes de azúcar, y los vientos podían deslizarse en la madera sin apagar el último
rescoldo de una chimenea incandescente. Ojalá estuvieses ahora a mi vera más allá de
imaginar que me acompañas en cada uno de mis minutos. Y ojalá que, entre otras muchas
cosas que quisiera verter como lágrimas dulces en estos papeles, la lluvia baje algún día por
tu cuerpo cual río de sudor por mis dedos húmedos de lascivia y felicidad. Y quererte fuera
algo más que pensar que tú también me amas desde tu amada Murcia. Ojalá. Todo ahora se
queda en Ojalá. Y sólo puedo esperar que, algún día, el despertador no suene tan chirriante
como los días y las noches en que me toca capear la rutina de ir a “aprender razón” a la
universidad, porque tú me estás susurrando “Te quiero”. Y mi oído está para devolverte el
tímpano cuando lo haces.
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