CARTA DESDE EL EXILIO
Buenos días,
No hace mucho cumplí 27 años. Me crié en el seno de una humilde y proletaria familia de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, capital de Gran Canaria. Como muchos otros niños, empecé la escuela con cuatro años. Todavía recuerdo aquel instituto algo desvencijado y de lóbregos pasillos por el que tantos sueños transitaban. Mientras mis dedos surcaban los trozos de plastilina con las que construíamos nuestros pequeños palacios de sosiego y fantasía, soñaba con sacarme una carrera y ser un hombre de provecho en el futuro, como mi padre se había empeñado en inculcarme desde la cuna. La única manera de subir peldaños era dedicar todo tu esfuerzo a estudiar y aún más en mi caso. Tengo una leve hemiparesia (parálisis bastante leve del lado derecho en este caso) y sabía que mi inteligencia era mi única arma en el mercado laboral. Muchas veces, recuerdo que me decía: "estudia mucho, sácate unas oposiciones y resuelve tu vida". Él había logrado hacerlo a la temprana edad de 21 años, al conseguir su plaza de profesor en un colegio de Valleseco. Era todo un ejemplo que yo debía seguir. No tenía otra cosa en mente y debo decir que, dentro de mis limitadas posibilidades, era un príncipe entre los escombros y la miseria que se amontonaban en el barrio. Otros, desde su más tierna infancia, ya padecían en sus carnes la terrible experiencia de una familia sin padre o hermanos. Sin estabilidad y abocados a vagar por el mundo como soldaditos de cartón a las órdenes de sus superiores. En mi entorno, era todo un afortunado y debo reconocerlo.
Entre risas, jolgorio y algún que otro disgusto, se arrancaron unos cuantos calendarios. A los 12 años, terminé la Educación Primaria con ánimos renovados. Otra etapa de mi vida se asomaba al tiempo, como se asoma el mar a la orilla de cualquier playa cuando lo arrastra la corriente dulcemente. Comenzaba la ESO, una etapa en la que se suponía que iba a adquirir los conocimientos necesarios para dar los primeros pasos hacia lo que era mi objetivo prioritario: entrar a la Universidad. Sin embargo, las cosas comenzaron a tornarse algo complicadas. Recuerdo que hubo unos años en los que no pasaban dos días sin que algún acto de vil y cruel vandalismo azotara nuestro instituto o los aledaños. Ya oía incluso a algunos que se dedicaban a hacer apuestas sobre quién sería el próximo en liarse a puñetazos con los más fuertes del instituto, algo que creo que se dejaba correr con total impunidad por aquel entonces: "cosas de niños, ya se sabe". No obstante, y pese a aquel ambiente turbio y sórdido, seguía albergando esperanzas de llegar a alguna parte, lejos de aquel círculo de drogas y conflictos en el que se estaba convirtiendo el barrio.
Y así discurrieron cuatro años más, hasta que llegué al Bachillerato. En ese momento, me tocó mudarme a otro instituto, El Perez Galdós, donde debo decir que conocí a compañeros maravillosos. Allí se nos insistía también en que valía la peña sudar y esforzarse por acabar aquello en dos años, aprobar la PAU y encauzar nuestro camino hacia los pasillos de las facultades que nos curtirían como seres sociales válidos y de provecho. Sin muchos contratiempos y con muchas ganas de seguir adelante, cumplí bastante bien con el compromiso y en dos años enfilé la facultad de Informática del Campus Universitario de Tafira, una carrera que dejé al año siguiente porque me percaté de que las matemáticas, los algoritmos y aquellos laberintos de cálculos imposibles no me llenaban precisamente. Fue entonces cuando decidí dar un giro radical en mis aspiraciones y me decanté por la Traducción y la Interpretación. Cinco años, uno de los cuales lo pasé en Ginebra como estudiante Erasmus con bastantes buenas calificaciones y el encargo de un libro aún por publicar, tuvieron que pasar para que obtuviera mi licenciatura. Cinco años de mucho esfuerzo, de horas sin parar de estudiar para formarme en algo cuya pasión se había desvelado en mí: el aprendizaje de lenguas extranjeras. Cinco años tuvieron que volar como pájaros de papel en el aire para llegar a la graduación y posterior etapa de búsqueda de empleo. Tras haber compaginado los estudios con dos becas de colaboración, y gracias al esfuerzo denodado de mis padres, quienes tuvieron que pagar dos matrículas durante el primer año (soy gemelo con otro), me enfrentaba al mercado laboral en plenas facultades. Eso creía.
Sin embargo, me di de bruces con la realidad nada más salir de los grisáceos pasillos de la facultad del Obelisco. No paraba de echar currículums, porque quería abrirme camino cuanto antes en esa jungla competitiva en la que no se vislumbran precisamente lianas y árboles frondosos. La frustación se apoderaba ya de mí en aquellos primeros compases. Ninguna entrevista, ningún atisbo de oportunidad en el horizonte, traducciones por cuatro duros que salían como gotas de un grifo que se deja semiabierto, y pocos gramos de lucha me quedaban por consumir. Y lo triste es que hablo del año 2009, un año en el que se supone que todavía España no estaba tan mal. Así pasó un año y medio entre becas, clases particulares y jornadas que empezaban a las 6 de la mañana para terminar a las 11 de la noche. Recuerdo que durante todo ese tiempo, lo único en lo que pensaba era en ahorrar lo suficiente para estudiar otra de mis vocaciones: el periodismo.
Y lo conseguí. Me dieron plaza en Murcia en septiembre de 2010 y dejé por segunda vez mi isla. Me dije a mí mismo que con una segunda carrera en el bolsillo y hablando varios idiomas tendría más oportunidades. Nada más lejos de la realidad. Me concedieron alguna entrevista que otra en asociaciones de dispacacitados. Llegaron a ofrecerme un puesto de recepcionista en un hotel en el que estaba posicionado como la mejor candidatura, pero claro, primero hay que contratar a los amigos. Si no tienes el enchufe ideal, es imposible conectarse al selecto mundo español de los trabajadores con derecho a una buena remuneración. Así funciona el país. Y así pasó un año y dos meses, hasta que me llamaron para ver si aceptaba una beca Schuman como traductor en el Parlamento Europeo en Luxemburgo. Por una vez, parecía que alguien me reconocía en parte mis méritos y me dije que debía partir a la aventura. Lo cierto es que ya estaba hastiado de que me cerraran las puertas en casi todas partes, salvo en el Fnac, y justo en el momento en el que se presentaba la oportunidad de trabajar en aquello que había estudiado en una de las instituciones públicas más importantes del mundo.
No podía dejar escapar la oportunidad. Y allí pasaron cinco meses que se antojaron un poco más duros de lo que cabía esperar en un principio, mientras no dejaban de llegarme malas noticias desde mi nación. Tijeras a los bolsillos y pobreza cada vez más palpable. La debacle comenzaba a cernirse, y había que buscar la manera de quedarse, aunque fuera duro imaginarlo en aquellos instantes. Muchos piensan que emigrar rumbo a otro país significa que todos los problemas se acaban, y no es cierto. La realidad empieza donde acaba "Españoles en el mundo". Entre algunos altibajos y malos momentos, conseguí acabar la beca y, justo después, me llamaron de una empresa de traducción financiera, en la que estoy trabajando en la actualidad. Debo decir que es duro estar a más de 3500 kilómetros de tu familia y tus allegados y tener que hacerte la idea de que solo los podrás ver 3 semanas al año como máximo. No es oro todo lo que reluce por mucho que se empeñen en reflejar otra realidad posible, soslayando cuanto ocurre en muchas cadenas que, sin que llegue a entender por qué, casi fomentan que nos vayamos antes que animarnos a que nos quedemos y luchemos por levantar el país. La juventud se está descuidando hasta niveles inaceptables en España con más de la mitad de la población juvenil en paro, mientras ciertos habitantes de un Olimpo mundano y ministerial pretenden alargar la jubilación hasta los 67 (si no lo han hecho ya), todo un avance en nuestros derechos claro. No obstante, me siento valorado como trabajador y como persona, algo que mi país no fue capaz de proporcionarme durante los 24 años que estuve viviendo en él. En lo más hondo de mi ser, tengo muchas ganas de volver, pero luego surge la pregunta de "¿Para qué?". Y para eso hay una única respuesta: para volver a estar jodido y ser un mendigo proletario que algún día soñó con ser príncipe de oficina y buen puesto. He tenido que esperar a estar en otro país para que alguien se dignara a ofrecerme un contrato laboral en condiciones. Muy triste. Ahora soy simplemente un proletario que busca su pan diario en Luxemburgo, desde el exilio.
Atentamente
Un exiliado.