DESCONOCIMIENTO
Andan sus pasos ahora. Ven sus ojos. Sus manos palpan, a veces, el desconcierto de las cosas y los nombres inciertos de la utopía. Su cuerpo tiembla, se estremece o se retuerce. Hay algo que le late dentro del pecho. Sin embargo, no sabe todavía muy bien cómo camina: le han dicho que, en cualquier momento, tropezará con alguna piedra abandonada sin que se sepa bien cuándo. Le encantaría mirar también un poco más allá de ese horizonte aprisionado de asfalto que le permite columbrar algún metro futuro más allá de esa línea intangible en la que se chocan el cielo y la tierra como en un dulce accidente natural. Le gustaría, asimismo, tocar algo que no fuera la llave de una pequeña casa por cuyas ventanas siempre asoma la misma niebla otoñal y los mismos pasos cansados de los mismos transeúntes que gastan sus caminos en dilapidar algo más sus efímeros instantes humanos. Y también desearía marcharse. Soltar amarras y emprender el rumbo hacia otros mares. Hacia otros puertos como si pudiese ponerse a los mandos del timón de su propia vida sin que agencias crediticias, gobiernos de marionetas o bolsas en las que no cabe, por desgracia, ni un pedazo de humanidad y aún menos, el alma.
Y siente que no puede. Le pesa demasiado el tiempo que solo pasa en los relojes. La lluvia que no termina de mojarle bien. El instante que es consciente de perder en manos de la rutina. Sin embargo, aún es temprano. No es tarde para empezar a caminar, mirar, tocar los sueños, despegar a la utopía y apreciar cada latido como si la vida rugiera dulcemente para recordarle cuán fuerte puede ser todavía.
Amigos, tengo veintisiete años. Y empiezo a despertarme. Sé que estoy vivo, aunque me desconozca.
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