EXCALIBUR
Excalibur tiembla. Ya no es la espada irrompible que empuñaba Arturo en aquellas incesantes batallas otrora. En este momento, solo es un ser angustiado que no puede comprender lo que acontece a su alrededor. Hay un tumulto afuera que grita su nombre, la única palabra junto a otras pocas órdenes que puede percibir y entender, si bien muchas veces parece ser un erudito en cómo calmar melancolías y nostalgias con un gesto oportuno, un afecto conveniente. Sin que se medie palabra. Se siente también desolado. Sus dos ojos son como dos mares humedecidos de incomprensión y tristeza.
Lleva varios días en una funesta soledad impuesta. No sabe dónde están aquellos que tantos ratos buenos le hicieron pasar entre aquellas paredes que ahora parecen impregnadas de un cierto aroma a desconcierto y ausencia. Le han dejado solo dos cubos de agua como único líquido para saciar la sed y un saco de piensos mal abierto y en no demasiadas buenas condiciones como única comida. Aparte también algo más del líquido elemento en la bañera. No entiende verbos humanos, pero desde su mirada perdida puede deducirse que solo quiere volver a aquellos tiempos en los que la alegría y la armonía familiar con Teresa y su marido desbordaban cada momento, como un río que corre raudo tras el diluvio. No puede decir bien lo que siente, salvo intentar emitir algún ligero gemido cuyos ecos ya escuchan, tal vez, algunos más que los vecinos puerta con puerta. Su sexto sentido, además, vaticina que algún hecho infausto está por ocurrir. Y está nervioso, y tiembla un poco ante la perspectiva. Ya no es aquella espada invencible por desgracia.
Cae ya la tarde en la ciudad. Y él sigue ahí angustiado, a la espera de algo que aún no sabe a ciencia cierta lo que puede ser. Tocan la puerta, y no mueve el rabo como en aquellos días en los que sabía lo que le aguardaba tras la puerta. Corre raudo a acurrucarse en el sofá de la casa como si aquello fuera a salvarlo y devolverlo a aquellos a los que ama aguardando un abrazo tierno suyo. En cambio, dos hombres, ataviados en un horrible traje sepia similar al de un astronauta, irrumpen en la estancia. La angustia crece como una amapola durante la primavera. La única diferencia, tal vez, es que ahora a él lo consume. Los dos hombres se acercan hasta él con gesto amenazante y lo retienen contra su voluntad. Las pupilas parecen salírsele de las órbitas cuando aprecia una aguja entre los dedos de uno de los hombres. Se la pinchan. No sabe muy bien por qué, pero ese parece el presentimiento anterior. Su destino parece sentenciado. Este será el último que tendrá. Se duerme en un letargo cada vez más intenso. Se duerme hacia el final, y solo piensa que en ese breve tránsito que le queda le gustaría que estuviesen con sus ojos las miradas de aquellos a los que quiere. Se duerme profundamente Excalibur. Ya no es la espada irrompible de antaño. Solo un ser angustiado que ya duerme su última noche.
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