NACIDO ENTRE BOMBAS
Con una mirada clara y transparente me recibe. Ernesto Gómez Redondo se me acerca, desde el salón en el que se encuentra haciendo sus ejercicios mentales, y en pocos minutos me revela unas ganas de vivir y una inteligencia capaces de luchar contra el Alzheimer para contarme su entrañable historia.
La Guerra Civil da sus últimos coletazos en Cuenca. Sus pequeños ojos, de ocho meses, se despegan porque, tal vez, el fragor de la batalla lo ha despertado. Su madre corre desesperada en busca de algún refugio bajo el que pueda proteger a su hijo. Aun así, lo siguen volviendo loco los estampidos que asolan el territorio, porque no se los puede quitar de la cabeza. Hasta la anodina y leve explosión de una bolsa de plástico al estallar, lo asusta. Quizás, su fe lo ayude después a mitigar ese miedo.
Conforme los años van discurriendo, y los días van arrancando calendarios, ese ruido de fondo lo sigue acompañando. A veces, podría decirse que, por esa razón, siete décadas después siente un amor especial e íntimo por el silencio, cuando no hay nada exterior que lo perturbe: “Estuve un convento de Granada, por allí por el Sacromonte. Allí, había una sala que se llamaba la “Sala de Las Oraciones- afirma- donde había un silencio sepulcral. Había Santidad”.
Escucha algún sonido afuera. Se queda durante un momento en silencio. Y luego, cuenta lo más bonito que recuerda de su infancia, ya que, pese a todo, aún quedan ciertos huecos en la memoria para el goce y el disfrute: “me encantaba la leche con malta la mitad de la semana- asegura-. Mojaba galletas en ella. Y estaba deliciosa”. Hoy se lamenta, a veces, de no poder degustar aquellos platos de entonces como le gustaría por cuestiones médicas y, entre alguna risa, me comenta también cómo tuvo que proteger en alguna ocasión la comida de alguna parroquia, cuando el sacerdote que la custodiaba perdió las dos piernas a causa de los estragos de la guerra: “Recuerdo que el sacerdote de mi parroquia me dijo una vez que si él faltaba, que me encargara de cuidar su comida-dice-. Tuvo la desdicha de quedarse sin piernas”
Seguimos la conversación. Un rayo de sol parece asomarse tras las ventanas del centro residencial en el que charlamos distendidamente. La mañana se aclara poco a poco tras unos cuantos conatos de lluvia. Y con el sonido de esas últimas gotas sobre los cristales, comenta cuál fue el trabajo más duro que tuvo que desempeñar: “lo que menos me gustaba era segar con la guadaña. Me desvié un poco la columna”. Entre alguna risotada nerviosa, y un “pregúntame más cosas”, me intento adentrar algo más en los entresijos de su vida. A veces, se queda cavilante cuando le pregunto algo. Parece como si el alzheiemer construyese una muralla entre él y su pasado, y él intentase con todas sus fuerzas franquearla. En ocasiones, se lamenta diciendo que “no lo recuerda”. Aún así, en sus momentos de máxima lucidez, consigue relatarme cómo, por ejemplo, se tuvo que marchar de Cuenca desde que era muy pequeño por cuestiones familiares: “A mi padre lo destinó la UGT de entonces a Murcia”. En la capital de la Región, aprendió algo de música, una afición que aún sigue latente en lo más hondo de su corazón. En un momento en el que ya nuestro diálogo se va tornando más informal, tararea algunas de las notas que todavía permanecen guardadas en su memoria como tesoros en un baúl de nostalgias y anhelos. Y, entre notas y armonías, olvida el tempestuoso fragor de los estampidos y cuenta cuáles músicos y cantantes han marcado en cierto modo su vida: “Gloria Gaynor, la cantante del 'Ya no sabía', etc..”
Vuelve a quedarse mundo durante unos instantes. Puede que los recuerdos le hayan devuelto algún estruendo que quiera borrar lo más rápido posible de su mente. Y regresa a la conversación, que ya va llegando a su fin en un ambiente de sosiego y calma absoluta. El zumbido de las alas cetrinas de las moscas es lo único que interfiere en esa tranquilidad. Tras una pausa, Ernesto decide terminar la entrevista con un rotundo: “ A Dios me remito”.
Nos damos la mano. En su mirada percibo agradecimiento, complacencia y comedimiento. No sé por qué me da las gracias tras la entrevista: “Eres muy generoso”-dice. En ese momento, pienso que, tal vez, debo ser yo el agradecido por que me haya regalado sus entrañables recuerdos. Otra biblioteca ambulante y humana acaba de abrirme sus puertas de par en par. Llega el momento de separarnos. Voy en dirección a la salida, mientras veo cómo Ernesto vuelve a sus tareas cotidianas con la monitora que lo acompaña con su andar algo torpe y gracioso. Me pregunto si aún seguirá retumbando la guerra en su fuero más interno desde aquellos momentos en los que aún ni gateaba, cuando hoy ya la gravedad del tiempo lo va curvando. No puedo saberlo. No obstante, soy consciente de algo: esta tarde ya tengo otra historia que contar.
0 comentarios:
Publicar un comentario